Si, en septiembre, la única diferencia que notamos en las aulas es que el alumnado guarda una distancia de dos metros y usa gel hidroalcohólico, se evidenciará que no hemos aprendido nada. ¿Tiene sentido seguir con nuestros programas educativos cuando todo ha cambiado?
Desde el comienzo de la crisis sanitaria provocada por el COVID-19, no hemos dejado de hacernos preguntas sobre qué, cuánto, cuándo y cómo pasará todo. Nuestras vidas y rutinas pasaron primero a estancarse para después ir adaptándose a la nueva realidad que sabemos que nos acompañará, al menos, hasta que haya vacuna –y eso suponiendo que no vuelva a producirse otro episodio de zoonosis, es decir , que otro virus de procedencia animal salte a los humanos–.
Si bien todavía hay discusión sobre el animal de procedencia que generó este episodio, lo que ningún científico pone en duda es que la zoonosis se produce por la destrucción de ecosistemas. Para Fernando Valladares, científico del CSIC, la falta de biodiversidad es preocupante y provocadora de una mayor exposición a patógenos, y afirma que con la degradación de los ecosistemas y la pérdida de especies nos quedamos con aquellas más peligrosas. Inger Andersen directora ejecutiva de ONU Medioambiente declaraba a The Guardian que «la destrucción de ecosistemas provoca no solo daño en la naturaleza sino que el mayor peligro es para los humanos». Sin embargo, parece que sigue sin escucharse a la ciencia: la misma disciplina que nos habla de zoonosis y de los peligros para los humanos ante la pérdida de biodiversidad y que nos advierte de los riesgos del calentamiento global es ninguneada por sistema, mientras que las medidas de explotación de recursos y personas siguen adelante.
Esta crisis ha puesto en evidencia todo nuestro sistema y su incapacidad para hacer frente a crisis variopintas en las que muchos quedan atrás. La brecha económica derivada del sistema y su colapso ha incrementado la diferencia entre clases y así lo demuestran las colas para pedir alimentos, cada día más largas, y los informes económicos diarios o programas de ayuda puestos en marcha por ONGs como Save the Children.
Ningún sector ni institución ha quedado fuera de esta hecatombe. La escuela ha evidenciado una brecha digital que deberíamos llamar brecha social. De la misma forma, ha quedado patente su papel fundamental en la sociedad como igualadora, como institución de acogida, de apoyo y motivación y, sobre todo, de ayuda y acompañamiento. La educación telemática en ciertos cursos puede ser útil y facilitadora, pero según bajamos en rango de edad se dificulta, dado que pierde su labor educadora, y su papel social. Lo mismo ocurre con la educación especial, con unas necesidades específicas que difícilmente pueden cubrirse telemáticamente.
«La escuela ha evidenciado una brecha digital que deberíamos llamar brecha social»
La vuelta a las aulas es necesaria, insustituible en muchos casos, pero debe hacerse garantizando, ante todo, la salud. Informes como el presentado por UNICEF así lo reclaman, al igual que las peticiones de Teachers For Future Spain ( Profes por el Futuro) –colectivo nacido para acercar la naturaleza a las aulas y que promueve la educación ecosocial– hacen especial hincapié en el hecho de que la escuela tiene una función en sí misma y una labor igualitaria y de protección. No es el lugar donde dejar a los hijos e hijas mientras los adultos trabajan y por lo tanto, si han de llevarse a cabo nuevos horarios para que todo el alumnado pueda asistir a las aulas, la conciliación debe venir también de medidas facilitadoras desde las empresas.
Para Andreas Schleidcher, el coste social del cierre de las escuelas es dramático y advierte de que se incrementará la desigualdad. A la par, hace referencia a la necesidad de encontrar fórmulas para mitigarlo. Para las personas ajenas a educación, Andreas Scheleidcher es el responsable de las pruebas PISA, esas pruebas que son elaboradas por la OCDE, organismo enminentemente económico. Solo en un sistema capitalista extractivista tiene sentido que la evaluación de la educación se haga bajo el punto de vista económico y, por lo tanto, lo que se evalúa no es el grado de conocimiento o satisfacción por el mismo, ni las ciencias sociales, artes o filosofía, ni siquiera el grado de satisfacción humana; sino aquellas que se consideran competencias aptas para lograr mejores trabajadores y trabajadoras para el sistema actual. Pues, aún con esto, Scheleidcher, hace referencia a la necesidad de cooperación para mitigar el impacto de esa brecha social .
Con la baraja de factores enumerados anteriormente –zoonosis, necesidad de preservar los ecosistemas y urgencia en ayudar a combatir la desigualdad–, al margen del modo en que nuestros dirigentes y expertos consideren cómo los docentes debemos volver a las aulas, las preguntas son ¿volveremos a ellas como si nada hubiese ocurrido? En septiembre, si la única diferencia que notamos en las aulas es que el alumnado está a una distancia interpersonal de 2 metros y usa gel hidroalcohólico, se evidenciará que no hemos aprendido nada. ¿Tiene sentido seguir con nuestros programas educativos cuando todo ha cambiado? ¿Tiene sentido explicar cómo distinguir sujeto y predicado o a calcular un mínimo común múltiplo antes que una zoonosis, sus causas y la necesidad de evitar nuevos episodios? ¿Tiene sentido seguir preparando unas pruebas PISA que nos sitúen en un ranking mejor que a nuestra escuela vecina antes que insistir en la necesidad de preservar la vida y su cuidado? ¿Puede la educación permitirse seguir como si todo siguiese normal cuando hablamos de una nueva realidad? ¿De verdad las únicas medidas que se valoran para la vuelta a las aulas son de forma y no de contenido?
Si, en el contexto actual, no removemos todo para extraer lo esencial y para incluir en la educación que cada acto conlleva una consecuencia, si no incluimos conceptos como la huella hídrica o el desigual reparto en el planeta en el reiterativo contenido del «ciclo del agua» en primaria, si no explicamos las alteraciones de la cadena trófica y sus consecuencias, si no hablamos de por qué es necesario consumir productos de proximidad y temporada cuando enseñamos la pirámide alimenticia, si no explicamos los factores climáticos que afectan de forma desigual a las personas o cómo se han extraído los recursos de las zonas más vulnerables ni hablamos de refugiados climáticos… En definitiva, si no priorizamos y les enseñamos los factores directamente relacionados con las causas que nos han traído hasta esta situación, estaremos perpetuando en las nuevas generaciones los errores que hemos cometido y eso será lo que nos lleve a repetirlos y a vivir de nuevo las historias trágicas de los nombres y apellidos que existen detrás de cada cifra.
Miriam Leirós es profesora de primaria y miembro del colectivo ecologista docente Teachers for Future.