Las medidas de distancia social serán imprescindibles hasta la disponibilidad masiva de una vacuna contra el coronavirus. Pero cuando llegue puede darse una disputa feroz entre países para conseguirla. Ahora es el momento de fijar las condiciones que permitan producir y distribuir tanto vacunas como tratamientos de forma universal y asequible. La Agencia SINC habla con la responsable de Salud por Derecho sobre el tipo de inversiones que se están haciendo y los pasos que habría que dar para lograr un acceso equitativo.
Todo el mundo está a la espera de tratamientos eficaces contra el coronavirus. Y, sobre todo, de la ansiada vacuna que permita recuperar la normalidad. Pero cuando se desarrolle y apruebe, entraremos en una situación en la que todos los países la querrán para sí y en la que no sabemos qué precio podríamos tener que pagar. Ahora, mientras el mundo espera, es el momento de crear las condiciones para que pueda administrarse de forma asequible y universal.
La organización Salud por Derecho lleva años trabajando por un acceso global a los medicamentos y a los servicios sanitarios. Hace poco han publicado un informe sobre la inversión pública que se está haciendo contra la Covid-19.
Además, firmaron junto con otras organizaciones una carta en protesta contra la petición de una aprobación acelerada del remdesivir, un antiviral que parece modestamente eficaz contra el nuevo coronavirus y que podría comercializarse en régimen de exclusividad. La compañía retiró a los pocos días la solicitud.
Hablamos con su directora ejecutiva Vanessa López sobre quién está invirtiendo en la investigación contra la Covid-19, sobre los pasos que convendría dar para garantizar el acceso a la vacuna y a los tratamientos y sobre un modelo de patentes cada vez más cuestionado.
— Muchos de los proyectos para conseguir vacunas o medicamentos contra el coronavirus están liderados por compañías privadas. ¿Qué puede suponer esto respecto al acceso universal cuando estén disponibles?
— Lo primero que creo que debemos tener claro es que la gran mayoría de la inversión que se está haciendo en la investigación, tanto de medicamentos como de vacunas contra el nuevo coronavirus, es pública. Puede parecer que las empresas están trabajando solo con sus propios recursos, pero no es así. Dicho esto, si queremos que los resultados sean bienes para todo el mundo, necesitaremos no solo precios asequibles, sino que haya varios productores que puedan elaborarlos. Si se concede una licencia exclusiva para una compañía que sea la única que puede fabricar y comercializar una vacuna, eso será imposible.
— Hubo un ejemplo reciente cuando Gilead solicitó la aprobación de remdesivir por procedimiento acelerado y, aunque lo consiguieron y eso podría darles exclusividad, renunciaron por la presión popular. ¿El hecho de que ahora el mundo esté tan pendiente puede frenar este tipo de movimientos?
— Sí, la presión popular es fundamental. Nosotros mismos como organización firmamos una carta junto con más de 150 organizaciones y personalidades pidiendo que se retirara la solicitud. ¡Nos dedicamos a eso! [sonríe]. Pero creo que no debemos dejar que estas cosas sucedan y después reaccionar para ver si una compañía se echa atrás. Son los Gobiernos, que además están invirtiendo el dinero, los que tienen que crear las condiciones para que esto no pase. Y eso implica establecerlas por contrato.
— ¿Cómo deberían regular la situación los Gobiernos?
— Aquí podrían diferenciarse dos líneas. Cómo actúa un país a nivel nacional e internacional. Cuando un país decide dar fondos a grupos de investigación puede introducir cláusulas que obliguen a esos equipos, ya sean públicos o privados, para que si se obtiene un producto exitoso, se cumplan ciertos requisitos. Por ejemplo, que el precio sea asequible y que el Estado se reserve la facultad de regularlo. También que las licencias que puedan resultar sean abiertas para evitar monopolios y que pueda haber varios comercializadores. En el caso actual es más necesario que nunca porque si no será imposible abastecer a toda la población. Eso es lo que estamos pidiendo a los Gobiernos, y en el fondo es la misma lógica que debería operar a nivel internacional. Por ejemplo, la CEPI [Coalición para las Innovaciones en Preparación para Epidemias] lleva recaudados más de 800 millones de euros para financiar el desarrollo de una vacuna –pretenden llegar hasta 2.000 millones– y la mayor parte son públicos. Si la vacuna es exitosa deberían seguirse las mismas premisas.
— ¿Cómo debería fijarse entonces el precio?
— Habría que considerar la parte de inversión que ha sido pública y privada. A partir de ahí, deberían cubrirse los costes que han supuesto a las compañías más un beneficio razonable, que podría ser de un 10 %. De esta manera, obtienen ganancias, pero no a través de la exclusividad y el monopolio.
— Mariana Mazzucato lleva años reclamando que se tenga en cuenta la inversión pública previa en investigación al negociar los precios. Según su tesis, los Estados hacen mucha inversión de riesgo, pero luego suelen desmarcarse de ese esfuerzo en la fase de negociación final.
— Sí, la lógica debería ser esa, la cuestión es que nunca lo hemos hecho así. Se podría hacer perfectamente, pero no ha habido voluntad ni transparencia. Las compañías se benefician de todo lo invertido por los Estados en investigación básica, pero no solo, también de lo que se invierte en las fases finales y más aplicadas. En España, por ejemplo, más del 60% de la investigación médica está financiada por el Estado. También en ensayos clínicos hay ejemplos en el mundo como el del trastuzumab [un fármaco contra el cáncer de mama] donde el 50 % de los ensayos se realizaron con presupuesto de universidades, centros de investigación o fundaciones sin ánimo de lucro. O el del alemtuzumab [contra la esclerosis múltiple] en más de un 70%.
— Pero a la hora de fijar los precios, las empresas sostienen que desarrollar un medicamento es muy caro y que hay muchos proyectos que se empiezan y fracasan. Suelen hablar de una media de 1.000 millones de dólares por fármaco aprobado.
— Sí, incluso se habló de hasta 2.500 millones, pero esas cifras cada vez están más discutidas por muchas razones. Primero, porque las publica un grupo de investigación que paga la industria farmacéutica. Segundo, porque no hay ninguna transparencia en esos números, no sabemos de dónde vienen, es un acto de fe. Y tercero, porque cada vez están saliendo más investigaciones que las refutan y que las sitúan muy por debajo, aun incluyendo en los costes los proyectos que fracasan. No sabemos lo que supuso desarrollar el remdesivir, por ejemplo, pero sí que los costes de producción son únicamente de 0,93 dólares por día de tratamiento.
— Volviendo a la Covid-19 y a los posibles medicamentos y vacunas. Los países que más han invertido en alguno de ellos, ¿no podrían reclamar a otros una compensación por su inversión de riesgo? ¿No podrían tratar de hacer negocio ellos también?
— Sí, pero vuelve a ser un problema de voluntad que se podría resolver. Por ejemplo, se podrían fijar acuerdos para que el precio en países diferentes al que ha hecho la inversión fuera superior, pero razonable. Y también habría que tener en cuenta las posibilidades de cada uno de ellos porque no todos van a poder pagar esas cantidades.
— Algunos ejemplos ponen difícil ser optimistas. En la pandemia de gripe A, en 2009, Australia retardó la comercialización de su vacuna para vacunar antes a su población. Y Trump dice que va a priorizar a la población de EE UU si la vacuna se desarrollaba allí…
— Es cierto. Por eso necesitamos acuerdos globales y evitar medidas proteccionistas que serían absolutamente indeseables.
— Hace poco, la OMS hizo una llamada a la acción buscando la unión y la colaboración entre Estados, instituciones y empresas. Pero de momento unirse a ella es solo algo voluntario. ¿Hasta qué punto tiene relevancia?
— Desde Salud por Derecho damos la bienvenida a esta iniciativa que busca crear un fondo común tecnológico sobre productos de salud futuros y existentes contra la Covid-19. Sin embargo no es suficiente, ya que como dices el fondo será voluntario. Hacen falta compromisos más firmes y vinculantes por parte de todos los Gobiernos. Por eso nos parece tan importante que España se sume, pero lamentablemente no ha sido así hasta la fecha.
— En los últimos días ha habido bastante polémica con el papel de Gavi, la alianza mundial para las vacunas. ¿Podrías explicarnos el papel de este tipo de organziaciones y su valor? ¿Esconden alguna amenaza por intereses particulares, como se ha sugerido?
— Gavi es un partenariado o asociación global para impulsar la inmunización en los países empobrecidos. Es una iniciativa fruto de la solidaridad global en la que participan Gobiernos, sector privado y organismos internacionales como la OMS o UNICEF. Su papel es importante para financiar parte de los planes de inmunización de países con pocos recursos que necesitan el apoyo de la comunidad internacional para la compra de vacunas y el refuerzo de sus sistemas sanitarios. Su función en la Covid-19 va a ser fundamental, por lo que es necesario que esta organización sirva para impulsar la capacidad de producción de futuras vacunas y asegurar un precio asequible y, en este sentido, es muy importante que en Gavi los Gobiernos fijen con las compañías un precio adecuado de la posible vacuna desde el principio.
— Una opción de la que se habla, en caso de que la situación no sea la deseable, es que los países acudan a las licencias obligatorias y así facilitar el acceso a los tratamientos. ¿Es posible? ¿En qué consisten exactamente?
— Sí, eso es algo que también estamos pidiendo, junto con la sociedad civil con la que estamos trabajando. Es una salvaguarda recogida en el acuerdo de los TRIPs o ADPIC [Aspectos de los Derechos de Propiedad Intelectual relacionados con el Comercio] que permitiría a los Estados, en situaciones como la actual, suspender temporalmente la exclusividad de una patente y producir un medicamento como genérico. En contraprestación, la compañía que posee la patente recibiría unos royalties. O incluso, si un país no puede hacerlo, tendría la posibilidad de importarlo a otro país que lo ha producido bajo una licencia de este tipo. El problema es que hay algunos países, como España, que dijeron que nunca se acogerían a esta última cláusula.
— Las patentes nacieron para estimular la innovación, pero de la conversación subyace que estáis en contra de este modelo.
— Sí, nosotros somos de esa opinión. En lugar de estimular la innovación, las patentes la frenan por varias razones. Por ejemplo, pueden alargar artificialmente su vigencia por varios mecanismos, como introducir nuevas indicaciones o sacar al mercado pequeñas modificaciones. Es lo que se llama ‘reverdecimiento’. Si pueden seguir explotándola, no tienen estímulo para innovar. Por otro lado, todo lo relacionado con la propiedad intelectual supone un freno para compartir el conocimiento. Se pueden usar otros incentivos para estimular la innovación que no sean tan perversos y que no tengan tantos efectos negativos. El objetivo de los investigadores nunca fue el de obtener una patente, hasta que se pidió como requisito en los currículum. Además, tal y como está montado el sistema hace que solo se desarrollen los medicamentos que van a ser muy rentables desde el punto de vista económico, pero no siempre los más necesarios en cuestiones de salud. Un claro ejemplo de esto son los antibióticos, en los que las compañías no están interesadas en invertir.
— ¿Cuáles podrían ser otros mecanismos o incentivos?
— Para empezar, los Estados deberían poner suficiente dinero en el sector y desarrollar los mecanismos necesarios para poder trasladar un producto de salud hasta el mercado. Además, se pueden incentivar modelos de negocio con compañías interesadas, hay múltiples formas. Por ejemplo, se puede determinar qué tipo de producto se necesita y poner premios económicos a la innovación [como sugiere el premio Nobel en Economía Joseph Stiglitz]. Y luego debe haber competencia entre los fabricantes, el sistema no puede estar basado en el monopolio. ¡De hecho, hay pocos productos regulados así! Los márgenes de beneficio de las grandes compañías farmacéuticas son hasta tres veces mayores que en cualquier otro sector.
— Sin embargo, ni Mazzucato ni Stiglitz están a favor de abolir las patentes por completo. Este último sostiene que en algunos ámbitos, incluso sanitarios, pueden seguir teniendo un papel.
— Bueno, Mazzucato fue muy clara respecto a la situación actual hace poco en su intervención durante la llamada la acción de la OMS contra el coronavirus [que propone compartir la propiedad intelectual, regular los precios y distribuir la fabricación de los medicamentos. Mazzucato lo resumió en un: “No hay otra opción”]. En teoría, las patentes se crearon para que aquellos que innovan obtuvieran una compensación por sus esfuerzos económicos y un incentivo para invertir e investigar. Sin embargo, los 20 años de exclusividad tienen consecuencias desastrosas que se derivan del monopolio, entre ellas, los altos precios de los fármacos y las limitaciones para compartir conocimiento. Las empresas recuperan sus inversiones muy pronto y, además, gran parte del dinero invertido es público. Compensar e incentivar a los actores públicos y privados que hacen innovación biomédica podría hacerse de otro modo, sin la exclusividad que conceden las patentes. La cuestión es que las tecnologías sanitarias no pueden ser un producto de consumo cualquiera porque de ellos depende nuestra vida.